sábado, 18 de noviembre de 2006

Los Poetas en la construcción de la Ciudad.

Los poetas
en la construcción de la ciudad

Rodrigo Escobar Holguín

CONTENIDO

Ciudades y Poetas, 1
Los Códigos
La Identidad
El Amor
Los Nombres
Sentir
Imaginar
Construir
Ciudades y Poetas, 2
Ciudades y Poetas, 1

Las ciudades son más jóvenes que las canciones, y más antiguas que la escritura. Muchos piensan que ellas surgieron cuando se aprendió a cultivar; hay quien cree, por el contrario, que fue en los graneros urbanos donde se inició la experiencia de la agricultura. En estos lugares fueron naciendo los oficios, las disciplinas, las civilizaciones. Debe haber sido en las primeras ciudades donde la música y la poesía, ya por entonces antiguas compañeras, comenzaron a tomar por distinto rumbo.
Las relaciones entre ciudades y poetas han sido estrechas, singulares, y a veces difíciles. Pero se han dado; y hay frutos de ellas. Los poetas han hecho su parte en el trabajo de construir las ciudades. Esa labor se reconoce muy raramente. Incluso entre los mismos poetas, solo de vez en cuando alguno logra afirmar, como Hölderlin :

Y el amor también fija ojos atentos;
mas lo que permanece, lo fundan los poetas
.[1]

Los Códigos

Siendo una empresa colectiva, la construcción de una ciudad requiere comunicaciones; y cuando es una empresa fundada en los valores del reconocimiento mutuo, de la identidad y del amor, requiere diálogo. Y para ello, se requieren códigos, instrumentos que conlleven significados compartidos.
Hay tres grupos de códigos que intervienen en la construcción de la ciudad. Uno de ellos es el de las cantidades, las cifras. No suelen frecuentarlo los poetas, aunque por largo tiempo hayan contado las sílabas de sus versos, y muchos lo siguen haciendo; ni tampoco se niegan siempre a los contratos, que son a veces tablas salvavidas en el limbo marginal y náufrago del Reino de la Necesidad que es su habitual residencia. Sin embargo, la actitud poética predominante es la que expresa Pedro Salinas en la parte segunda de su “Variación Doce” de su libro sobre el mar de Puerto Rico, El Contemplado.[2]

Por tu hermosura, sin mancharla nunca
resbala la codicia,
la que mueve el contrato, nunca el aire
en las velas henchidas,
hacia la gran ciudad de los negocios,
la ciudad enemiga.

Los otros dos códigos han sido en cambio amados por los poetas. Uno es el plástico: el dibujo, el grabado, la fotografía, la maqueta, la escultura. Por esta vía, los poetas se han encontrado, en el obrador de la ciudad, con pintores, muralistas, arquitectos, fotógrafos. A veces el encuentro ha sido propicio, como en el caso de Louis Aragon:

Como se entrega a un niño para que esté tranquilo
objetos sin valor, rodando por el suelo,
quizás adivinando qué alcohol necesitaba
en fotos el azar me dio la ciudad mía,
árboles de París, su bulevar, su río.
[3]

Otras veces el encuentro es más dramático. Con lo que parecería a primera vista ser una metáfora, dice Kavafis :

Sin consideración, sin pena ni respeto
altos y grandes muros en torno a mí han alzado.

Y ahora me hallo aquí en el desespero,
solo pienso en tal sino, que me roe la mente ;

porque había que hacer tantas cosas afuera.
¿Cómo no me di cuenta cuando hacían el muro?

Pues jamás oí ruido ni voces de albañiles.
Imperceptiblemente me sacaron del mundo
.[4]

Sea cual haya sido la intención del poeta, esto puede leerse como la descripción realista y objetiva de lo que, en la práctica de los constructores de ciudades, se llama conjunto cerrado de vivienda.

Y el último código no es ni más ni menos que el código verbal, el dominio de los poetas, en cuya descripción no hace falta entrar porque es también este que ahora usamos.

Por supuesto, el modo verbal de los poetas no es siempre comprensible por los demás constructores, que pueden acusarle de parcialidad. Un anónimo hindú del Siglo XI dice:[5]

Aún si toda la tierra conquistara,
una ciudad no más para mí existe,
y en tal ciudad, apenas una casa;
y en esa casa, solo un cuarto.
La mujer que allí duerme
es joya y alegría radiante de mi reino.

¿Quizá ya no se escriban estas cosas ? Pero en 1860, en nuestro continente, Walt Whitman escribe:

Una vez pasé por una populosa ciudad, e imprimí en mi cerebro, para uso futuro, sus espectáculos, arquitectura, costumbres, tradiciones,
pero ahora, de toda esa ciudad sólo recuerdo a una mujer a quien encontré casualmente allí, y que me retuvo porque me amaba ;
día tras día y noche tras noche estuvimos juntos - todo lo demás lo he olvidado ya hace tiempo ;
recuerdo, digo, sólo a aquella mujer que apasionadamente me estrechaba,
otra vez vagamos, nos amamos, nos separamos,
otra vez me tiene de la mano : ¡No te vayas !
Junto a mí la veo, con labios silenciosos, tristes, trémulos
.[6]

Y en un siglo nuestro ya pasado, otro poeta, Franz Kafka, escribe esta posdata en una carta de amor :

Hoy vi un plano de Viena; durante un instante me pareció incomprensible que hayan construido una ciudad tan grande, cuando tú solo necesitas una habitación.[7]

Pero ya no es hora de hacer reproches de falta de objetividad a los poetas. Hemos aprendido que nuestra pretendida objetividad está, de modo inescapable, coloreada por nuestros intereses, nuestra experiencia, nuestra historia. Más bien, volvamos, antes de dirigir la atención a otro asunto, a escuchar lo que Louis Aragon tiene que decirnos de su experiencia urbana :

Y desde entonces he encontrado en lo que amo
sombras de mi ciudad, reflejos de sus calles.
Monumentos en polvo, pasajes olvidados,
más he escrito de ti, París, que de mí mismo,
y aún más que en mi sol, París, en ti he creído
.[8]

La Identidad
No cualquier conglomerado humano puede construír, en realidad, ciudades. No las construye sino un pueblo que no se desprecie a sí mismo, con amor propio, solidario, identificado con sus orígenes, y si los tiene diversos, orgulloso de la diversidad de sus raíces, sin negar a ninguna, y apropiándoselas a todas. La construcción de la ciudad (y del país) comienza con la construcción del sujeto colectivo que la ha de fundar y habitar.
En la América ibera tenemos tal condición de diversidad. Podemos jactarnos de nuestra universalidad. Nuestra música es la de la marimba y los tambores africanos, la quena cobriza de los Andes, la guitarra ibérica, y a través de ella, la cítara, el sithar, el laúd. No debemos despreciar ninguna de esas fuentes.
Oigamos cómo Kavafis vuelve desde Atenas a su ciudad de Alejandría.

Regreso de Grecia[9]

Así que estamos a punto de llegar, Hermipo.
Pasado mañana, creo; así lo ha dicho el capitán.
Estamos navegando ya por nuestro mar.
Por aguas de Chipre, de Siria y de Egipto.
Aguas amadas de nuestros países.
¿Por qué estás tan callado? Pregunto a tu corazón:
cuando nos alejábamos de Grecia
¿no te alegrabas tú también? ¿Vale la pena engañarse?
Eso no sería digno de un griego.

Aceptemos entonces la verdad :
También nosotros somos griegos - ¿qué más somos?
Pero con querencias y emociones de Asia,
pero con querencias y emociones
que a menudo asombran al helenismo.

No es propio de nosotros los filósofos, Hermipo,
parecernos en algo a esos reyezuelos nuestros
(recuerda cómo nos reíamos de ellos
cuando visitaban nuestras academias)
en quienes, en medio de su ostentosa apariencia
helenizante y macedonia (¡vaya palabra !)
de cuando en cuando asoma un ramalazo árabe
o medo, irreprimible,
y con qué cómicos artificios pretenden,
los pobres, que no se les note.

¡Ah, no! Eso no es propio de nosotros.
Semejante medianía - no va con griegos como nosotros.
No sintamos vergüenza de la sangre que de Siria
y de Egipto corre por nuestras venas.
Honrémosla, incluso con jactancia.

Este poema parece escrito en clave para latinoamericanos. Habría, apenas, que imaginar el Caribe y el Golfo de México: Cuba, Nueva Orléans, Haití, Yucatán, La Guajira en lugar de Siria y Egipto. Lo que Kavafis nos está planteando es que nos sintamos orgullosos de ser lo que somos. ¿Para qué los pruritos de pureza?

Esta es una de las ocupaciones fundamentales de los creadores. Aquí los encontraremos, pues, en el trabajo de construir la identidad cultural de su pueblo. Es una labor de suma importancia que es necesario reconocer. Cuando se la logra, el pueblo se identifica con sus artistas y poetas, sobre todo con los que por primera vez señalaran su existencia. Hay casos de países y civilizaciones que trazan el origen de su historia al trabajo de algunos poetas. Grecia es un invento de Homero; Italia puede haberlo sido de Dante.

El Amor

Las ciudades se hacen a través del ejercicio de ciertas facultades y habilidades comunes a todos los seres humanos.
Primero que todo, estará el sentir: la sensibilidad material y espiritual ante lo que se percibe del entorno.
En la fundación de una ciudad, hay requisitos materiales básicos, como el agua, la energía, la vecindad de los alimentos. Pero además debe suscitarse, desde el comienzo, esa sensación primera de haber llegado a un sitio singular, de haber encontrado un lugar digno de vivir. De allí brota el amor por el lugar. Pues como a quien se ama, la tierra donde se funda la ciudad debe poder ser celebrada.
Y no sólo la tierra. El acto de fundar crea un lazo entre el lugar y las personas y es esta conjunción la que genera la ciudad.
Otros lugares podrán crearse sobre otras bases; de la dominación, la explotación, la violencia, del desprecio, pueden surgir grandes conglomerados, campamentos con alguna permanencia quizá, pero nunca llegarán a ser ciudades verdaderas, sino a partir del momento en que el amor, permeándolas, las funda en realidad.

Oigamos algunas líneas de Walt Whitman :

Haré países divinos y magnéticos,
con el amor de los compañeros,
con el amor de toda la vida de los compañeros.
Plantaré la unión, tan apretada como los árboles,
a lo largo de los ríos de América,
a lo largo de las riberas de los grandes ríos y en todas las praderas,
haré ciudades inseparables,
que se echarán los brazos mutuamente alrededor del cuello,
gracias al amor de los compañeros
.[10]

De allí en adelante, este amor cívico, como cualquier otro amor, tendrá que mantenerse y crecer, tendrá que ser objeto de cuidado, de veneración.
De hecho, la ciudad sigue siendo fundada y fortaleciéndose con cada acto de amor hacia ella. En simetría, el desconocimiento, la ignorancia y el odio la desdibujan e intentan destruírla, pero el amor tendría que ser más fuerte, porque puede desviarlos y dirigirlos hacia el bien, transformándolos y convirtiéndolos en amor. La ciudad tendría que ser una continua celebración compartida.

Los nombres

Una primera expresión de tal celebración es la escogencia del nombre del lugar que se construye. Si miramos un mapa de nuestros países, hallaremos algunos nombres incomprensibles; otros nos revelarán nostalgia. Un nombre como Cartagena nos llevará lejos en ese camino de la patria perdida y añorada, no sólo a España, sino a la africana Cartago, y todavía más allá, al Asia, a las ciudades de las costas de la Fenicia mediterránea. Una de las tragedias de las conquistas es la pérdida de los nombres nativos, o de su sentido. No sabemos qué significan muchos otros nombres que hemos encontrado aquí, y que nos parecen tan hermosos aún sin tener acceso a su significado. Inírida, Baudó, Natagaima, Cauca, son algunos de ellos, velados a medias por el olvido.

En sus Crónicas Marcianas, Ray Bradbury[11] habla de la elección de los nombres nativos de ese planeta, y de los nombres puestos por los invasores terrícolas, de esta manera :

Los antiguos nombres marcianos eran nombres de agua, de aire y de colinas. Nombres de nieves que descendían por los canales de piedra hacia los mares vacíos. Nombres de hechiceros sepultados en ataúdes herméticos. Nombres de torres y obeliscos.
Y los cohetes golpearon como martillos esos nombres, rompieron los mármoles, destruyeron los mojones de arcilla que nombraban a los pueblos antiguos, y levantaron entre los escombros grandes pilones con los nuevos nombres : Pueblo Hierro, Pueblo Acero, Ciudad Aluminio, Aldea Eléctrica, Pueblo Maíz, Villa Cereal, Detroit II, y otros nombres mecánicos, y otros nombres de metales terrestres.


Lo que los poetas pueden hacer aquí es ayudar a encontrar los nombres adecuados para los lugares, y celebrarlos cuando los encuentran. No es trabajo sin importancia. En China, Confucio decía que lo primero que se requiere hacer para el buen gobierno es rectificar los nombres, dar de nuevo a todo los nombres correctos y adecuados. Por ejemplo, un lugar como el de la Gran Piedra de las Serpientes, en San Agustín, de seguro tuvo un nombre digno de su valía, antes de ser desacrado con el apodo de Lavapatas, con el que
—para nuestra vergüenza― es hoy conocido.

Tendríamos que recordar a otros, como Walt Whitman, reflexionando sobre la denominación de su ciudad natal:

Mannahatta

El nombre noble y digno de mi ciudad, rescatado,
exquisito nombre aborigen, lleno de maravillosa belleza.
Significa:
Isla asentada sobre las rocas - playas en las que juegan
eternamente las alegres olas presurosas que vienen, que se van
.[12]
.
Sentir

Otras dimensiones del sentir, claves en la construcción de la ciudad, son el sufrimiento y el gozo. El gozo es el origen de muchas celebraciones, y es a la vez una fuente y una retribución del amor. Cuando un lugar suscita de por sí, en quienes se hacen presentes en él, una sensación de gozo puro, amplio, compartido, hay un signo claro de que allí se ha logrado construir una parte de la ciudad que merece la permanencia.
Oigamos, de Juan de Castellanos, la descripción gozosa que pone en labios de Jiménez de Quesada al descubrir el sitio para la fundación de la capital:

¡Tierra buena ! ¡Tierra buena !
¡Tierra que pone fin a nuestra pena !
¡Tierra de oro !¡Tierra bastecida !
Tierra para hacer perpetua casa,
Tierra con abundancia de comida,
tierra de grandes pueblos, tierra rasa,
tierra donde se ve gente vestida,
y a sus tiempos no sabe mal la brasa ;
tierra de bendición, clara y serena,
tierra que pone fin a nuestra pena...

Por otra parte, y volviendo al sentir, el sufrimiento señala lo que aún no alcanza a ser lugar, lo que se ha construido sin amor. A veces esto viene de muy lejos, de un pasado que no tenemos todavía el coraje de recordar. Como dice Alvaro Mutis :

De la ciudad

¿Quién ve a la entrada de la ciudad
la sangre vertida por antiguos guerreros ?
¿Quién oye el golpe de las armas
y el chapoteo nocturno de las bestias ?
¿Quién guía la columna de humo y dolor
que dejan las batallas al caer la tarde ?
Ni el más miserable, ni el más vicioso
ni el más débil y olvidado de los habitantes
recuerda algo de esta historia.
Hoy, cuando al amanecer crece en los parques
el olor de los pinos recién cortados,
ese aroma resinoso y brillante
como el recuerdo vago de una hembra magnífica
o como el dolor de una bestia indefensa,
hoy, la ciudad se entrega de lleno
a su niebla sucia y a sus ruidos cotidianos.
Y sin embargo el mito está presente,
subsiste en los rincones donde los mendigos
inventan una temblorosa cadena de placer,
en los altares que muerde la polilla
y cubre el polvo con manso y terso olvido,
en las puertas que se abren de repente
para mostrar al sol un opulento torso
de mujer que despierta entre naranjos
- blanda fruta muerta, aire vano de alcoba -
En la paz del mediodía, en las horas del alba,
en los trenes soñolientos cargados de animales
que lloran la ausencia de sus crías,
allí está el mito perdido, irrescatable, estéril.

Pero aún, más allá de estos presentimientos, la intensidad del dolor puede ser muy fuerte en nuestras ciudades. Y una de las misiones de los poetas es hacérnoslo ver, ponernos frente a frente con el horror que hemos sido capaces de construir: como en Georg Trakl, en su poema

A los enmudecidos[13]

Oh demencia de la gran ciudad : cae la noche
y se pasman árboles retorcidos junto a los muros negros,
a través de su máscara de plata atisba el espíritu del mal ;
la luz con su látigo magnético expulsa a la noche de piedra.
Oh, tañir sumergido de las campanas de la tarde.
Una puta entre escalofríos glaciales da a luz un niño muerto;
terrible azota la cólera de Dios la frente del poseso,
peste purpúrea, hambre que lacera los ojos glaucos.
Oh la horrible risa del oro.

¿Serán quizá poemas de tal clase los que, al turbar la tranquila digestión de ciertos filósofos, llevaron a éstos a recomendar que los poetas fueran expulsados del área urbana?

Imaginar

Espoleada por la sensibilidad, y más allá de ella, hay otra facultad humana más activa, la imaginación. En simetría con el sentir, ligado al sufrimiento y al gozo, la imaginación se vincula al temor y al deseo. Temer que las cosas puedan empeorar, desear que las cosas mejoren, son disposiciones interiores que preludian ya el empuje hacia los proyectos de la ciudad posible, de la ciudad deseada.
La historia y el recuerdo desempeñan un papel clave en el desarrollo de la imaginación, pues lo que se desea es la combinación de las mejores experiencias vividas. Lo que los proyectos intentan hacer es recrear esas experiencias, mejorándolas y adaptándolas a nuevas circunstancias. Así, a la hora de soñar, los poetas podrían construir imágenes de ciudades inexistentes, escogiendo e integrando los recuerdos de sus vivencias más intensas.

La ciudad temida, por el contrario, es un laberinto siniestro y tenebroso, como el que Piranelli describió en los grabados de sus Prisiones, y en cuyos pasillos deambulan, viviendo un horror ya casi cotidiano, los burgueses de Franz Kafka.
Es el ambiente del poema Nueva York: Oficina y Denuncia, de Federico García Lorca:

Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
He venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos,
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías,
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas,
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones,
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.

Aunque no son escasas las manifestaciones poéticas de la ciudad temida, pocas veces los poetas expresan de modo directo la ciudad del deseo.[14] Hay un soberbio poema de Baudelaire, a mi juicio intraducible, que se llama La invitación al viaje, y que constituye una de esas raras ocasiones. Los poetas se han resistido a la tentación de la utopía. Para saber lo que desean, es preciso oírlos hablar de la ciudad que han perdido.

En Colombia tenemos una brevísima epopeya, proyectada desde la nostalgia, que propone la vida en un país, al parecer del pasado, quizá del futuro, una hermosa tierra de vegetación y de trabajo: Morada al Sur, de Aurelio Arturo. Oigamos un fragmento:

Te hablo de días circuídos por los más finos árboles :
te hablo de las vastas noches alumbradas
por una estrella de menta que enciende la sangre :

te hablo de la sangre que canta como una gota solitaria
que cae eternamente en la sombra, encendida :

te hablo de un bosque extasiado que existe
sólo para el oído, y que en el fondo de las noches pulsa
violas, arpas, laúdes y lluvias sempiternas.

Te hablo también : entre maderas, entre resinas,
entre millares de hojas inquietas, de una sola hoja :
pequeña mancha verde, de lozanía, de gracia,
hoja sola en que vibran los vientos que corrieron
por los bellos países donde el verde es de todos los colores,
los vientos que cantaron por los bellos países de Colombia.

Y es así, casi en el mismo tono, como habla Jorge Luis Borges de Montevideo[15] :

Resbalo por tu tarde como el cansancio por la piedad de un declive.
La noche nueva es como un ala sobre tus azoteas.
Eres el Buenos aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente.
Eres nuestra y fiestera, como la estrella que duplican las aguas.
Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve.
Claror de donde la mañana nos llega, sobre las dulces aguas turbias.
Antes de iluminar mi celosía tu bajo sol bienaventura tus quintas.
Ciudad que se oye como un verso.

Construcción
.
Una ciudad se construye, pues, sobre un proyecto de ciudad deseada. Pero ¿de quién es el deseo? No puede ser el de unos pocos, mientras los demás miran cómo se construye una masa edificada que les resulta ajena. Para que lo que se construye sea de veras una ciudad, se requiere concertar la diversidad de los deseos de los ciudadanos. Más allá de cuanto se ha señalado, ¿tendrán los poetas que algo que hacer en tal sentido?

Este aspecto del trabajo poético parece haber quedado en una dimensión mítica. ¿Por qué? Pocos se han acercado a convocar a sus conciudadanos para la construcción de la ciudad deseada. Walt Whitman intentó escribir los Cantos para construir la Unión con la que soñaba, y es ahora para su país una gloria marginal algo incómoda, incluso para algunos maloliente. ¿Tendremos que recordar a Casandra, que no logró hacer ver a sus conciudadanos el peligro inminente que sólo ella percibía? Pero no será por falta de capacidad para convocar y despertar la energía de un pueblo, que cuando quieren hacerlo, lo logran los poetas.[16] Hay que buscar otras razones.

Ciudades y Poetas, 2

Puede plantearse que al comienzo, cuando la ciudad es todavía un sueño, los poetas son fundamentales, y habría entonces que reconocerle a Hölderlin haber dicho la verdad. Pero ese papel parece irse difuminando en la medida que llega el momento de materializar la construcción. Allí la poesía se vuelve apenas una canción en los labios de los obreros - una melodía que alcanzó a percibir Walt Whitman:

Oigo cantar a América, oigo los cánticos variados,
el carpintero canta su canción mientras mide sus tablas y sus vigas,
el albañil canta al disponerse a trabajar o al suspender su trabajo,
la canción del leñador, la del labrador, que va por su camino
[17].

Y de nuevo, cuando se trata de vivir en la ciudad construida, el poeta vuelve a ser quien de modo más efectivo señala el horror y la dicha de los fracasos y los logros.
Una razón probable para la ausencia de los poetas de las obras urbanas en construcción estaría originada en las diferencias obvias entre los procesos y materias primas de la obra urbana y de la obra poética. Los materiales de construcción de las ciudades son pesados, costosos, y su manejo implica un arduo trabajo físico. La puesta en obra de una ciudad, en todo o en parte, ha implicado también un trabajo organizacional previo muy complejo. Están comprometidas grandes cantidades de recursos financieros, materiales, sociales. Entre las artes, la más costosa de todas puede ser la del espacio urbano, el hacer arte al construir la ciudad. Por esto, las decisiones sobre la realización física de la ciudad se toman en un ambiente de competencia muy fuerte de acceso a los recursos requeridos.
El poeta, en cambio, no maneja sino la palabra; y para acceder a ella no necesita competir con nadie. Todos tenemos acceso a sus materia prima básica. Lo que hace con ella ocupa un espacio que nadie necesita quitarle: el país de la poesía es generoso y rico en grado sumo. Es el único, quizá, en el que no existe sino la competencia consigo mismo. (Por supuesto, sólo se está hablando aquí sino de la producción poética, de la poiesis. La publicación sí implica compromiso de recursos materiales y entonces puede darse el competir por ellos; pero esto ya es otro problema que no afecta al poeta en cuanto tal.) Un ambiente de competencia tan fiero como el que predomina en el arte urbano de construir ciudades puede ser ajeno, por tanto, al poeta.
Existe otra implicación lateral de esta diferencia de materiales. Al ocuparse sobre todo de los textos, las demás trazas materiales de la labor poética suelen ser ignoradas como testimonios, incluso por poetas y lectores. Instrumentos físicos, fotografías, manuscritos, casas, lugares que han tenido relación con los poetas, no son siempre valorados por los poderes en ejercicio.
Pero los pueblos, que necesitan celebrar y recordar las obras que han contribuido en la construcción de identidades y culturas, necesitan salvaguardar esos testimonios materiales y geográficos. Sin embargo, no hay suficiente conciencia de esta necesidad, y por ello, con frecuencia se destruyen y desacran los lugares donde dejaron su huella los poetas, y sus reliquias se dispersan y se pierden.
Hay otra diferencia esencial entre estos polos de producción artística, la poesía y el arte de construir ciudades. Aunque se hagan encargos al poeta, lo más valioso de su trabajo lo hace en un ambiente de la más soberana libertad. Una razón para ello es que, precisamente por trabajar con el lenguaje, el poeta debe librar su materia prima de la pátina del lugar común, del óxido de lo convencional. No se puede limitar, por ejemplo, a los usos convenidos que luego se consignan en los diccionarios. ¿Cuanto convencionalismo no hay en los encargos, en las tareas prefabricadas? A los constructores de ciudades les queda mucho más difícil alcanzar esta libertad, al menos al mismo grado en que se busca y se disfruta en el arte de la poesía.
Pero el poeta es un ciudadano con sensibilidad e imaginación. De allí su compromiso personal en la construcción urbana.
¿Por qué no son convocados los poetas en la construcción de la ciudad?
Si bien es posible que algunos poetas no sean conscientes de su posible desempeño en tal tarea, puede ser más cierto que la ciudad no es consciente del aporte que los poetas le pueden hacer. Pero puede haber otra causa: todavía no se llega a que la ciudad sea construida por un pueblo solidario; muchas veces es construida como la explotación de una parte del pueblo por otra, o como un amurallarse en una fortaleza para protegerse de los otros: y entonces no es mucho lo que se puede amar ni celebrar. Es posible, en esas condiciones, que el temor de quienes creen beneficiarse de tal estado de cosas les impida convocar a los poetas: pues podrían revelar el horror sobre el que se funda ese conglomerado al que se da el falso nombre de ciudad, y entonces, con esa revelación, quizá las cosas podrían cambiar.
El vencer tal temor de raíz, basando la construcción de la ciudad en la construcción de un pueblo solidario, es crucial para poder edificar una ciudad verdadera.
Pero los poetas no necesitan ser convocados. Necesitan afinar su sensibilidad, su conciencia y su voz, y alzar sus canciones en medio del desorden, del aislamiento y del caos. Si logran hacerlo, entonces el pueblo, reconociéndose, se dará cuenta de sí mismo y levantará la ciudad que necesita y merece, a partir de las vacuas fortalezas y los tristes y hacinados campamentos de ahora.
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[1] “Recuerdo” Friedrich Hölderlin. En : Martin Heidegger, Interpretaciones sobre la Poesía de Hölderlin. Barcelona : Ariel, 1983. Traducción por José María Valverde, con una leve variación. En este poema, y también en el presente ensayo, convendría recordar el sentido etimológico original de la palabra poeta: creador o hacedor.
[2] Pedro Salinas, Poesías Completas (Barcelona : Seix Barral, 1981) pg. 640
[3] Louis Aragon, Le Paysan de Paris chante. En : M. Bruezière y G. Mauger, La France et ses Écrivains. Paris : Hachette, 1957, p. 38.
[4] Esta versión se hizo consultando las de Luis de Cañigral (Cavafis. Madrid: Ediciones Júcar, 1981, p. 103), y Pedro Bádenas de la Peña (Madrid : Alianza Editorial, 1982, p. 107).
[5] Traducido de la versión inglesa de John Brough. Poems from the Sanskrit. Harmondsworth : Penguin, 1968, p. 73, no. 79.
[6] Traducción de Francisco Alexander. Barcelona : Editorial Novaro, 1981.
[7] Franz Kafka. Cartas a Mílena. Madrid :Alianza Editorial, 1974. P. 53. Traducción de J. R. Wilcock.
[8] Louis Aragon, Le Paysan de Paris chante. En : M. Bruezière y G. Mauger, La France et ses Écrivains. Paris : Hachette, 1957. P. 38.
[9] Traducción - con variaciones - de Pedro Bádenas de la Peña. Madrid : Alianza Editorial, 1982. Pg. 237.
[10] Walt Whitman, Hojas de Hierba. Barcelona : Novaro, 1971. Traducción de Francisco Alexander. P. 217, poema “Para Tí, oh Democracia”.
[11] Ray Bradbury, Crónicas Marcianas. Barcelona, Minotauro, 1975.Traducción de Francisco Abelanda. P.143. Capítulo La Elección de los Nombres.
[12] La traducción es de Francisco Alexander. Barcelona : Editorial Novaro, 1981.
[13] Georg Trakl, Sebastián en sueños. Valencia (España) : Pre-textos, 1995. Versión de Américo Ferrari. P. 101.
[14] Una expresión reciente de esta clase de temor y deseo es Las Ciudades Invisibles, de Italo Calvino.

[15] Jorge Luis Borges, Obra Poética 11923-1981. Buenos Aires : Emecé. 1989. Pg. 75.
[16] Como lo hizo Sándor Petőfi con su poema Canto Nacional, en la revolución húngara de 1848, por ejemplo.
[17] Son algunos versos de “Oigo cantar a América” de Walt Whitman, en la traducción de Francisco Alexander. Hojas de Hierba. Barcelona : Novaro, 1971, p. 94.
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Actualizó: NTC … Marzo 2, 2.008

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